Mi padre, todos los hombres cautos, cada abuelita adicta a su mecedora, me dedicaría un discurso ensayado, enunciado mil veces, hasta entender esas arrugas de expresión y esos ceños fruncidos como propios. Sí. Uno de esos sermones, densos, largos, pesados, demasiado difusos para sentir que hablan de ti. La elegía sosa y blanda que nunca impide que el error se cometa. Esa última conversación, tan vana, que casi se hace cómplice. Ese "ya te lo dije" que casi espera a verte equivocado y sonreír con soberbia.
Y este soy yo, amarrando mi error entre los dedos, como todos los locos y los niños. Mañana me pasará factura. Tal vez no duerma, y mañana llegue un poco más tarde. Necesito esas horas. La libertad que ofrecen los impulsos. Este arrebato en bruto que me empuja a caer.
¿A quién coño le importa?
Hoy no llevo equipaje. Si me hiero, las cicatrices serán tan sólo mías. Necesito vivir. Necesito alejarme. Y esta demencia me parece tan pura como la cocaína. Un chute y volaré tan lejos que no miraré atrás. Sí, joder. Un paisaje distinto y una sospecha en firme parecen suficiente. Necesito una ruta, una salida. Dicen que para ver la luz primero tienes que cerrar los ojos. Voy a meterme en ésto hasta sentirme sucio.
Sé que debería parar. Pensar. Sé que debería hacerlo, pero sólo hago caso a esa voz cuando habla de algún soplo. Soy demasiado viejo para desear prudencia, demasiado joven para que las batallas del pasado lleguen a saciarme.
Mi ropa sigue en casa. No he cogido dinero. Debo dos meses de alquiler. No he llamado a mi madre. Y no me importa. Aún tengo el Mustang, las libretas, los expedientes, el portátil, y llevo encima las pastillas. Tengo una pista, fresca. Y un agujero negro en las entrañas.
Me miro en el retrovisor. En Nueva York la noche ya ha caído, como un telón que se desliza en terciopelos. La gomina está seca, dura, necesito una ducha. Huelo a sudor y a vodka. El asiento de al lado parece una trinchera, lleno de hojas, fotos y garabatos. La grabadora se ha quedado sin pilas y me observa, copiloto cansado y silencioso. Tengo calor, siento el cuero como un abrazo húmedo pegándose a mi piel. Y algo en este momento, en esta oscuridad precisa, me empuja a acelerar. A irme. A pisar hasta marcar las ruedas y los dientes en ese asfalto, negro, que no entiende que asfixia.
Enciendo un cigarrillo, como un Bogart cualquiera y trasnochado. Una única calada mientras prendo el motor, que ronronea suave, como un amante sabio que se adapta a mi ritmo. El Mustang burbujea, y siento que mi cuerpo se desliza formando parte del asiento. Todo, cada ápice de mí, parece un sueño que se mezcla con el aire viciado, el humo, y esa soledad yerma que no quiere marcharse.
Abro la ventanilla. El olor de la noche me despierta, sirena envenenada que enciende mis sentidos. Piso a fondo, la furia de las ruedas me desata, tan brusca, contagiándome fuerza. Siento la goma arder y algo dentro de mí sonríe, prohibido. Y así, "dejando huella", me despido.
Las Vegas parece un buen Infierno. Esta noche, el pecador soy yo.